En 1980, Aprovechando que teníamos en casa unos amigos alemanes que habían venido a pasar sus vacaciones con nosotros, hicimos una excursión a las Cañadas. Salimos de Güímar y subimos por la carretera de La Esperanza.
Nos subimos al coche y seguimos hacia el Teide, haciendo varias paradas. Colores rojos, negros, blancos, que curioso era aquel paisaje. Una pregunta salía detrás de otra, muchas incógnitas a resolver planteaba aquel entorno.
Tras una larga cola, compramos nuestros tickets y nos dirigimos pacientemente a la zona de espera
para acceder a la cabina.
Subimos en aquella especie de caja roja que colgaba de un cable, que curioso, como funcionará esto me preguntaba. Se puso en marcha y comenzaron los primeros suspiros de algunos viajeros al balancearse la cabina. Mi amigo y yo, nos reíamos con los gestos y expresiones de las personas que llenaban la caja. Al pasar por las torres, algún que otro grito y alguna expresión del tipo “uuuuaaaaauuuu” se oía así como risas. Cuando llegamos y nos bajamos, algunas personas suspiraron.

No teníamos edad para apreciar lo que estábamos viendo, pero siempre recordaré el frió que hacía a pesar de estar en verano y el cielo despejado. No fui capaz de llegar al Pico, a mitad de camino del sendero Telesforo Bravo, regresé con mi amigo a la estación, donde nos esperaban nuestros padres.
Siempre recordaré los balanceos de la cabina en las torres, la cara de algunos de los pasajeros, una mezcla entre susto y disfrute, o a mi madre, todo el viaje diciendo, “no me vuelvo a subir más”.
Artículo publicado en el Blog del Teleférico del Teide con el cual colaboro.