Espectacular atardecer hoy 24/01/2024 en el Valle de Güímar - Tenerife.
Fotos tomadas desde Candelaria.
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Espectacular atardecer hoy 24/01/2024 en el Valle de Güímar - Tenerife.
Fotos tomadas desde Candelaria.
“Un viaje al Teide”, por Vicente Martínez de La Peña y Real.
La Unión Lagunera - 13/02/1879 - I
Si las islas Canarias llamadas desde tiempos remotos Afortunadas, no fueran justamente célebres por su delicioso clima, por su exuberante y varia vegetación y por sus magníficos paisajes que causan admiración y encanto a quien los admira: seríanlo a no dudarlo, por el monte que se levanta casi en el centro de la isla de Tenerife, como un coloso extraordinario pretendiendo escalar el cielo.
Tal es su elevación que por algunos escritores llegó a considerarse como la mayor de la tierra, y hoy que la ciencia geográfica ha descubierto montes más elevados, se encuentra sin embargo el Teide entre las mayores alturas, superando las crestas del Pirineo y las blancas cumbres de Sierra Nevada. Este pico sorprende tanto, porque a diferencia de otros que se elevan gradualmente en una cordillera, tiene por base una isla de corta extensión, pudiendo el espectador hacer pasar la vista en un instante dado, desde las olas que lamen las costas y las playas hasta las nubes que coronan la altiva frente del gigante. Su forma cónica le da el aspecto de una inmensa columna, y muchas veces anchas bandas de densa parecen dividirle, ofreciéndose el raro panorama de ver como flotando en el aire la cúspide del monte.
Echeyde le llamaron los primitivos habitantes de Canarias, de cuyo vocablo ha debido derivarse el de Teide con el que hoy se le conoce. Aplicáronle este nombre que en su lenguaje significa infierno, atendiendo sin duda, a las erupciones más o menos frecuentes de este volcán, que vomitando lava en abundancia, destruía cuanto encontraba a su paso y por ende, atendiendo a estos efectos, se le consideraba causa de grandes males. Este debe ser el motivo que tuvieron muchos autores para llamar a Tenerife, isla del infierno.
Percíbese este pico a distancias considerables, pues según testimonio de varios navegantes, hase visto desde 80, 70 y 65 leguas de 20º, pudiendo ver claramente la cúspide del Teide una embarcación que se dirija a Canarias, cuando todavía esté muy lejano el puerto.
Per de donde se disfruta de un espectáculo encantador y puede verse el Teide en toda su grandeza, es desde Icod, villa situada en el centro de un pintoresco valle.
Esta población que se extiende en forma de cruz ofrece un golpe de vista tan bello, con sus casas blancas y los más de sus techos bermejos, que parece una ninfa recostada a la sombra del Teide, A sus pies extiéndese el mar hasta confundir en el horizonte su azul con el cielo.
El valle a que me refiero, hallase formado por dos colinas que parten de la costa hasta las faldas del pico y encierran una vegetación tan rica y tantas flores hay en su recinto que parece un florido canastillo, cuyas aromáticas emanaciones vuelan en alas de las brisas marinas, saturando la atmósfera de gratísimos olores. Las colinas háyanse sembradas de vistosos caseríos y dibújanse en ellas junto al verde claro de los nopales, franjas de doradas y oscilantes espigas; al lado de los plantíos de maíz, las frondosas plantaciones de tabaco, al mismo tiempo que varios arroyuelos cruzan regando los sembrados y se despeñan luego en otras tantas cascadas, produciendo suave murmullo y ofreciendo mil cambiantes de color a los rayos del sol.
Desde donde termina la tierra de labor, extiéndese una banda de monte de color verde oscuro, sirviendo de base a la enorme masa de piedra que se eleva descarnada y seca, sin una mata de verdura que esmalte su volcánica superficie.
¿Qué espectáculo tan magnífico ofrece la caída de la tarde desde aquel valle encantador! El sol ocultando su disco de fuego en las aguas del mar que con el reflejo de los rojizos rayos parece una alfombra de movibles brillantes. Las nubes coloreadas de las tintas suaves y bellísimas del crepúsculo, y finalmente, cuando el astro del día se ha ocultado por completo, vese todavía iluminado con purpúreos reflejos el alto monte, para quien aún el sol no se ha puesto, dándose al singular contraste de que envuelto el valle en sombras, todavía el Teide aparece a las miradas de los observadores, cubierto de violáceas vestiduras que se desvanecen cuando la noche ha invadido por completo las poblaciones de la isla.
Más en ninguna época del año es quizá tan sorprendente el efecto que produce la vista del Teide como en invierno. Durante esta estación, cúbrese de gruesa capa de nieve y las antes ásperas crestas vense convertidas en bruñidas superficies que dan al alto monte el aspecto de una montaña de plata.
En una de esas noches de enero en que la clara luna se desliza por un cielo limpio y sereno, dibujando su tenue luz cintas espumosas en las playas y en las rientes cascadas, pintando a su vez confusamente las casas y los árboles, se refleja de lleno en aquella masa gigantesca que cual inmensa pirámide de argentino brillo, parece levantada a los cielos para servir de pedestal a las brillantes y fulgidas estrellas.
Pero llega la Primavera y poco a poco va deshaciéndose el Teide de su nívea vestidura. Esta se convierte en lágrimas que han de alimentar las nuevas flores que más tarde le elevan agradecidas aromáticos suspiros, entre nubes de pintadas mariposas criadas con el néctar de sus capullos. Cuando esto sucede, van apareciendo filetes de piedra en aquella masa blanca; los tiletes aumentan y pronto son grandes manchas oscuras que se extienden más y más, hasta que solo se distinguen líneas blancas en la roca volcánica del monte y que el sol del estío hace desaparecer por completo.
La admiración que siempre me causó la vista del Teide, las frecuentes excursiones que a su cúspide hacen los hijos del país y los extranjeros, las distintas narraciones que escuché a los que habían subido a ella, motivos fueron que me impulsaron a llevar a cabo una ascensión, como lo verifiqué. De mí viaje é impresiones daré una ligera idea en los artículos siguientes.
La Unión Lagunera - 21/02/1879 - II
El día 23 de agosto de 1877 fue el designado para la ascensión. Había que escoger un día durante el plenilunio para poder caminar a la luz de la luna por la accidentada superficie de la montaña.
La mañana amaneció serena, ni una nube empañaba el azul del cielo; el Teide se mostraba desnudo e imponente y me parecía imposible al contemplarlo, poder escalar su cima. Mas, a medida que el astro del día se elevaba, algunas nubecillas se extendieron por el monte y, horas después estaba envuelto completamente en un manto de bruma. Los que formábamos parte de la expedición nos vimos contrariados por la mudanza del tiempo, pero resuelto el viaje difícil era prorrogarlo, y a las 12 del día dimos un adiós a nuestros amigos que nos despedían cariñosamente y deseaban un feliz regreso.
Alegres y contentos dejamos el pueblo de Icod, con el jubilo del que va a ver realizada una de sus más preciadas esperanzas, y como a una hora de nuestra partida atravesábamos ya un terreno montuoso y sumamente pintoresco.
Este sitio era muy accidentado; ora bajábamos a una hoya sembrada de verdes pinos que elevaban sus copas a considerable altura, formando verde y espesa bóveda y proporcionándonos gratísima sombra; luego ascendimos a una cumbre que era el límite de nuevas hondonadas y desde donde se contemplaba un dilatado horizonte de verdura; a veces encontrábamos una casita, que como una blanca paloma se veía posada en el bosque y desde donde los que la habitaban nos saludaban afectuosamente al paso; ya veíamos repletas eras en las que los labradores guiando fuertes yuntas y al son de sus cantares desgranaban haces de doradas espigas.
De esta suerte, de impresión en impresión, fuimos pasando el camino sin que los rigores del sol de agosto ni las incomodidades de la ascensión pudieran entristecernos. Antes bien, animados con tantos paisajes bellísimos, deseábamos que el viaje se prolongara, si tantos encantos había de ofrecernos la Naturaleza.
Salimos, al cabo, del bosque y se ofreció a nuestra vista un terreno pedregoso, sin vegetación y formando un pequeño declive hacia un sitio desde donde se alzaba una pendiente por un lado y apareciendo de otro, la roca cortada casi a plomo, teñida de color blancuzco que era más pronunciado en algunas de sus capas.
Allí existe una fuente en una galería abierta en su base y aquel debía ser el lugar de nuestro primer descanso.
Serian las 4 de la tarde cuando llegamos a la Fuente de Pedro, que así se llama el referido sitio, y nos dispusimos a esperar algunos instantes, mientras comían un pienso nuestras caballerías y nos aprovisionábamos del agua indispensable para lo que nos restaba de expedición.
Acompañados de un nuevo práctico que nos había de guiar en nuestro viaje y como no había tiempo que perder, nos pusimos nuevamente en marcha a las 5 de la tarde satisfechos con los panoramas que habíamos admirado y llenos de gozo y esperanza por las nuevas sorpresas que nos esperaban.
El terreno que cruzábamos era de difícil acceso; a una pendiente rápida añadía una superficie cubierta casi, de cantos volcánicos, donde no podían afianzar sus cascos las cabalgaduras, produciendo esto el natural cansancio y haciendo que fuésemos con el mayor cuidado por aquellas laderas.
A nuestro frente se elevaba una masa de piedra iluminada por los rayos del sol con rojizo tinte y que sin duda por su figura se llama La fortaleza. El espacio que nos separaba de esta altura, era relativamente corto, después de haber caminado por espacio de una hora, cuando nos paramos un momento y dirigimos una mirada a nuestra espalda, quedándonos verdaderamente sorprendidos al contemplar un paisaje encantador y que es punto menos que imposible describir.
Estábamos a una altura considerable; las nubes casi a nuestros pies, ocultaban por completo las partes bajas de la isla; no se veían los pinares de Tenerife, ni sus risueños valles, ni sus bellas poblaciones.
Pero en cambio, ante nuestros ojos se extendía una vasta alfombra de nubes como copos de algodón, afectando figuras diversas sus deliciosas curvas y siendo como un rico manto de armiño en que envolvía sus tesoros la virginal Nivaria. En medio de aquel océano de inmóviles ondas, sobresalía una cumbre. Al pronto y engañados por la vista creímos que era algún cerro de Tenerife; luego nos convencimos ser una isla vecina que iluminada por los destellos postreros del sol poniente, parecía un ramillete de rosas en aquel inmenso lecho de algodón.
Pero a poco, las vaporosas superficies de las nubes fueron perdiendo sus tonos fuertes de color. Aparecían primeramente orladas de púrpura y oro, luego veíamos borrarse su brillo tiñéndose de un color de rosa pálida, y por fin la violeta les prestó sus suaves tintas que también se desvanecieron, quedándose convertidas en una envoltura plomiza que apenas podía distinguirse a los pálidos rayos de la bella mensajera de la noche.
Atónitos permanecimos largo rato hasta que continuamos nuevamente nuestra marcha, impresionados con el magnífico espectáculo que acabábamos de presenciar.
Ya al pie de La fortaleza, rodeamos parte de su gran masa cruzando luego un terreno llano, compuesto en su mayor parte de arena blanquizca y sembrado a grandes trechos de enormes peñascos. La vegetación en este punto se muestra por la planta conocida con el nombre de retama, cuyas ramas punteadas y casi secas, parecían aumentar la aridez de aquellas solitarias alturas.
Todo estaba en silencio a nuestro alrededor, las pisadas de las caballerías se perdían en la arena; solamente alguna vez percibíamos el timbre diverso de las esquilas de algunos rebaños que en largas filas cruzaban por las laderas en busca de sus albergues, o el triste balido de los tiernos corderillos que contrastaba con el desagradable graznido de las aves de rapiña que se alimentan de algún animal que muere en aquellos parajes.
Aprovechamos cuanto nos fue posible su mortecina claridad que se extinguía por momentos, hasta que no pudiendo proseguir, nos detuvimos al pie de una montaña de piedra pómez antes de que las tinieblas nos envolvieran por completo en su denso manto.