“Un viaje al Teide”, por Vicente Martínez de La Peña y Real.
La Unión Lagunera - 13/02/1879 - I
Si las islas Canarias llamadas desde tiempos remotos Afortunadas, no fueran justamente célebres por su delicioso clima, por su exuberante y varia vegetación y por sus magníficos paisajes que causan admiración y encanto a quien los admira: seríanlo a no dudarlo, por el monte que se levanta casi en el centro de la isla de Tenerife, como un coloso extraordinario pretendiendo escalar el cielo.
Tal es su elevación que por algunos escritores llegó a considerarse como la mayor de la tierra, y hoy que la ciencia geográfica ha descubierto montes más elevados, se encuentra sin embargo el Teide entre las mayores alturas, superando las crestas del Pirineo y las blancas cumbres de Sierra Nevada. Este pico sorprende tanto, porque a diferencia de otros que se elevan gradualmente en una cordillera, tiene por base una isla de corta extensión, pudiendo el espectador hacer pasar la vista en un instante dado, desde las olas que lamen las costas y las playas hasta las nubes que coronan la altiva frente del gigante. Su forma cónica le da el aspecto de una inmensa columna, y muchas veces anchas bandas de densa parecen dividirle, ofreciéndose el raro panorama de ver como flotando en el aire la cúspide del monte.
Echeyde le llamaron los primitivos habitantes de Canarias, de cuyo vocablo ha debido derivarse el de Teide con el que hoy se le conoce. Aplicáronle este nombre que en su lenguaje significa infierno, atendiendo sin duda, a las erupciones más o menos frecuentes de este volcán, que vomitando lava en abundancia, destruía cuanto encontraba a su paso y por ende, atendiendo a estos efectos, se le consideraba causa de grandes males. Este debe ser el motivo que tuvieron muchos autores para llamar a Tenerife, isla del infierno.
Percíbese este pico a distancias considerables, pues según testimonio de varios navegantes, hase visto desde 80, 70 y 65 leguas de 20º, pudiendo ver claramente la cúspide del Teide una embarcación que se dirija a Canarias, cuando todavía esté muy lejano el puerto.
Per de donde se disfruta de un espectáculo encantador y puede verse el Teide en toda su grandeza, es desde Icod, villa situada en el centro de un pintoresco valle.
Esta población que se extiende en forma de cruz ofrece un golpe de vista tan bello, con sus casas blancas y los más de sus techos bermejos, que parece una ninfa recostada a la sombra del Teide, A sus pies extiéndese el mar hasta confundir en el horizonte su azul con el cielo.
El valle a que me refiero, hallase formado por dos colinas que parten de la costa hasta las faldas del pico y encierran una vegetación tan rica y tantas flores hay en su recinto que parece un florido canastillo, cuyas aromáticas emanaciones vuelan en alas de las brisas marinas, saturando la atmósfera de gratísimos olores. Las colinas háyanse sembradas de vistosos caseríos y dibújanse en ellas junto al verde claro de los nopales, franjas de doradas y oscilantes espigas; al lado de los plantíos de maíz, las frondosas plantaciones de tabaco, al mismo tiempo que varios arroyuelos cruzan regando los sembrados y se despeñan luego en otras tantas cascadas, produciendo suave murmullo y ofreciendo mil cambiantes de color a los rayos del sol.
Desde donde termina la tierra de labor, extiéndese una banda de monte de color verde oscuro, sirviendo de base a la enorme masa de piedra que se eleva descarnada y seca, sin una mata de verdura que esmalte su volcánica superficie.
¿Qué espectáculo tan magnífico ofrece la caída de la tarde desde aquel valle encantador! El sol ocultando su disco de fuego en las aguas del mar que con el reflejo de los rojizos rayos parece una alfombra de movibles brillantes. Las nubes coloreadas de las tintas suaves y bellísimas del crepúsculo, y finalmente, cuando el astro del día se ha ocultado por completo, vese todavía iluminado con purpúreos reflejos el alto monte, para quien aún el sol no se ha puesto, dándose al singular contraste de que envuelto el valle en sombras, todavía el Teide aparece a las miradas de los observadores, cubierto de violáceas vestiduras que se desvanecen cuando la noche ha invadido por completo las poblaciones de la isla.
Más en ninguna época del año es quizá tan sorprendente el efecto que produce la vista del Teide como en invierno. Durante esta estación, cúbrese de gruesa capa de nieve y las antes ásperas crestas vense convertidas en bruñidas superficies que dan al alto monte el aspecto de una montaña de plata.
En una de esas noches de enero en que la clara luna se desliza por un cielo limpio y sereno, dibujando su tenue luz cintas espumosas en las playas y en las rientes cascadas, pintando a su vez confusamente las casas y los árboles, se refleja de lleno en aquella masa gigantesca que cual inmensa pirámide de argentino brillo, parece levantada a los cielos para servir de pedestal a las brillantes y fulgidas estrellas.
Pero llega la Primavera y poco a poco va deshaciéndose el Teide de su nívea vestidura. Esta se convierte en lágrimas que han de alimentar las nuevas flores que más tarde le elevan agradecidas aromáticos suspiros, entre nubes de pintadas mariposas criadas con el néctar de sus capullos. Cuando esto sucede, van apareciendo filetes de piedra en aquella masa blanca; los tiletes aumentan y pronto son grandes manchas oscuras que se extienden más y más, hasta que solo se distinguen líneas blancas en la roca volcánica del monte y que el sol del estío hace desaparecer por completo.
La admiración que siempre me causó la vista del Teide, las frecuentes excursiones que a su cúspide hacen los hijos del país y los extranjeros, las distintas narraciones que escuché a los que habían subido a ella, motivos fueron que me impulsaron a llevar a cabo una ascensión, como lo verifiqué. De mí viaje é impresiones daré una ligera idea en los artículos siguientes.
La Unión Lagunera - 21/02/1879 - II
El día 23 de agosto de 1877 fue el designado para la ascensión. Había que escoger un día durante el plenilunio para poder caminar a la luz de la luna por la accidentada superficie de la montaña.
La mañana amaneció serena, ni una nube empañaba el azul del cielo; el Teide se mostraba desnudo e imponente y me parecía imposible al contemplarlo, poder escalar su cima. Mas, a medida que el astro del día se elevaba, algunas nubecillas se extendieron por el monte y, horas después estaba envuelto completamente en un manto de bruma. Los que formábamos parte de la expedición nos vimos contrariados por la mudanza del tiempo, pero resuelto el viaje difícil era prorrogarlo, y a las 12 del día dimos un adiós a nuestros amigos que nos despedían cariñosamente y deseaban un feliz regreso.
Alegres y contentos dejamos el pueblo de Icod, con el jubilo del que va a ver realizada una de sus más preciadas esperanzas, y como a una hora de nuestra partida atravesábamos ya un terreno montuoso y sumamente pintoresco.
Este sitio era muy accidentado; ora bajábamos a una hoya sembrada de verdes pinos que elevaban sus copas a considerable altura, formando verde y espesa bóveda y proporcionándonos gratísima sombra; luego ascendimos a una cumbre que era el límite de nuevas hondonadas y desde donde se contemplaba un dilatado horizonte de verdura; a veces encontrábamos una casita, que como una blanca paloma se veía posada en el bosque y desde donde los que la habitaban nos saludaban afectuosamente al paso; ya veíamos repletas eras en las que los labradores guiando fuertes yuntas y al son de sus cantares desgranaban haces de doradas espigas.
De esta suerte, de impresión en impresión, fuimos pasando el camino sin que los rigores del sol de agosto ni las incomodidades de la ascensión pudieran entristecernos. Antes bien, animados con tantos paisajes bellísimos, deseábamos que el viaje se prolongara, si tantos encantos había de ofrecernos la Naturaleza.
Salimos, al cabo, del bosque y se ofreció a nuestra vista un terreno pedregoso, sin vegetación y formando un pequeño declive hacia un sitio desde donde se alzaba una pendiente por un lado y apareciendo de otro, la roca cortada casi a plomo, teñida de color blancuzco que era más pronunciado en algunas de sus capas.
Allí existe una fuente en una galería abierta en su base y aquel debía ser el lugar de nuestro primer descanso.
Serian las 4 de la tarde cuando llegamos a la Fuente de Pedro, que así se llama el referido sitio, y nos dispusimos a esperar algunos instantes, mientras comían un pienso nuestras caballerías y nos aprovisionábamos del agua indispensable para lo que nos restaba de expedición.
Acompañados de un nuevo práctico que nos había de guiar en nuestro viaje y como no había tiempo que perder, nos pusimos nuevamente en marcha a las 5 de la tarde satisfechos con los panoramas que habíamos admirado y llenos de gozo y esperanza por las nuevas sorpresas que nos esperaban.
El terreno que cruzábamos era de difícil acceso; a una pendiente rápida añadía una superficie cubierta casi, de cantos volcánicos, donde no podían afianzar sus cascos las cabalgaduras, produciendo esto el natural cansancio y haciendo que fuésemos con el mayor cuidado por aquellas laderas.
A nuestro frente se elevaba una masa de piedra iluminada por los rayos del sol con rojizo tinte y que sin duda por su figura se llama La fortaleza. El espacio que nos separaba de esta altura, era relativamente corto, después de haber caminado por espacio de una hora, cuando nos paramos un momento y dirigimos una mirada a nuestra espalda, quedándonos verdaderamente sorprendidos al contemplar un paisaje encantador y que es punto menos que imposible describir.
Estábamos a una altura considerable; las nubes casi a nuestros pies, ocultaban por completo las partes bajas de la isla; no se veían los pinares de Tenerife, ni sus risueños valles, ni sus bellas poblaciones.
Pero en cambio, ante nuestros ojos se extendía una vasta alfombra de nubes como copos de algodón, afectando figuras diversas sus deliciosas curvas y siendo como un rico manto de armiño en que envolvía sus tesoros la virginal Nivaria. En medio de aquel océano de inmóviles ondas, sobresalía una cumbre. Al pronto y engañados por la vista creímos que era algún cerro de Tenerife; luego nos convencimos ser una isla vecina que iluminada por los destellos postreros del sol poniente, parecía un ramillete de rosas en aquel inmenso lecho de algodón.
Pero a poco, las vaporosas superficies de las nubes fueron perdiendo sus tonos fuertes de color. Aparecían primeramente orladas de púrpura y oro, luego veíamos borrarse su brillo tiñéndose de un color de rosa pálida, y por fin la violeta les prestó sus suaves tintas que también se desvanecieron, quedándose convertidas en una envoltura plomiza que apenas podía distinguirse a los pálidos rayos de la bella mensajera de la noche.
Atónitos permanecimos largo rato hasta que continuamos nuevamente nuestra marcha, impresionados con el magnífico espectáculo que acabábamos de presenciar.
Ya al pie de La fortaleza, rodeamos parte de su gran masa cruzando luego un terreno llano, compuesto en su mayor parte de arena blanquizca y sembrado a grandes trechos de enormes peñascos. La vegetación en este punto se muestra por la planta conocida con el nombre de retama, cuyas ramas punteadas y casi secas, parecían aumentar la aridez de aquellas solitarias alturas.
Todo estaba en silencio a nuestro alrededor, las pisadas de las caballerías se perdían en la arena; solamente alguna vez percibíamos el timbre diverso de las esquilas de algunos rebaños que en largas filas cruzaban por las laderas en busca de sus albergues, o el triste balido de los tiernos corderillos que contrastaba con el desagradable graznido de las aves de rapiña que se alimentan de algún animal que muere en aquellos parajes.
Aprovechamos cuanto nos fue posible su mortecina claridad que se extinguía por momentos, hasta que no pudiendo proseguir, nos detuvimos al pie de una montaña de piedra pómez antes de que las tinieblas nos envolvieran por completo en su denso manto.
La Unión Lagunera - 27/02/1879 - III
Hicimos alto al pie de una montaña que por su estructurase llama el montón de trigo. A pesar de ser agosto, el frio entumecía nuestros miembros; las caballerías tiritaban y eso que habíamos tomado la precaución de abrigarlas con mantas. Hubo pues que encender hogueras y muy pronto se hizo acopio de troncos secos de retama que nos proporcionaron luz y calor.
El eclipse continuaba: ya la negra mordedura se había extendido por la luna de la que apenas se veía un delgado filete amarillento, y al poco las sombras de la noche nos rodeaban.
Yo levanté los ojos a la bóveda celeste y estuve contemplando, absorto por largo rato aquel espectáculo sublime. El negro crespón de los cielos, bordado de piedras de colores que oscilaban; el disco de la luna ocultándose envuelto en densos tules; tantos grupos de estrellas formando figuras caprichosas que parecían broches lucientes del negro manto con que se cubría el cielo; los planetas en los que quizá haya vida más perfecta que la nuestra; muchos soles cuyos reflejos percibíamos y que quizá habrían desaparecido de nuestro horizonte años y siglos atrás, y de vez en cuando ráfagas luminosas cruzando el espacio, como deslumbradores cohetes; y a nuestro alrededor un silencio profundo y todo envuelto en las tinieblas: tal fue lo que se ofreció a mi vista.
¡Cuánta sublimidad encierra el firmamento! ¡Qué ideas despierta su contemplación!
¡Ah! comprendo que todos los pueblos al mirar esa bóveda fantástica, que llamamos cielo, coloquen en él su paraíso. Tras esa alfombra de estrellas, sobre esos astros de radiante luz, tiene que existir el Ser por quien alientan todos los seres. El hombre que alza su frente y contempla tanta belleza, no puede, no, dejar de cumplir las leyes, que como revelaciones de Dios, le dicta a todas horas su razón.
Tal recogimiento sentimos contemplando la Naturaleza en uno de sus más grandiosos fenómenos que desde el fondo de nuestra alma se elevó un himno de alabanza al Ser Supremo que rige las leyes del universo.
En aquellos momentos me vino a distraer una aparición siniestra, al decir de nuestros criados, que se alarmaron grandemente.
Hay en el vulgo de muchos pueblos de Canarias la singular creencia de que desde la víspera a las 12 de la mañana, hasta el día de San Bartolomé a la misma hora, se le escapa el diablo que tiene encadenado durante la época restante del año. Todas las desgracias que acaecen en las referidas 24 horas, se atribuyen a la intervención maléfica del príncipe de los infiernos, el cual se suele aparecer tomando diversas formas. Nuestros lectores recordarán que verificamos la ascensión el 23 de agosto y que por ende para nuestros criados y arrieros, el diablo estaba suelto. Un perro de algún pastor extraviado sin duda en aquellas cumbres y atraído por la luz de nuestras fogatas se acercó a nosotros, y esto fue causa de la alarma producida en aquella gente supersticiosa. Los conjuros llovían sobre el pobre perro que nos miraba a distancia; quién decía que los ojos le echaban chispas, quién le distinguía cuernos, produciendo todo esto, lances sumamente cómicos y que nos hicieron reír mucho. El animal por fin se marchó y nuestros criados asustados, llegaron a olvidar tan siniestra visita, bebiendo grandes tragos de aguardiente.
En aquel sitio comimos un bocado que apenas podíamos masticar por la mucha sequedad de las viandas; solamente las frutas estaban riquísimas, y de ellas hicimos un consumo regular. El termómetro a las 11 de la noche, marcaba 9° C. y era tal el airecillo que corría en aquellas montañas que apenas podíamos movernos, ateridos completamente.
A eso de las once comenzó la luna a recobrar su argentino brillo y poco a poco fue plateando aquellas áridas cumbres que iban rompiendo el negro manto en que estaban envueltas, mostrando más y más sus contornos a medida que el eclipse terminaba.
Serían las 12 cuando emprendimos de nuevo la ascensión por la montaña a cuya falda habíamos descansado; la subida era peligrosa y el terreno sumamente resbaladizo, pero todo lo sufríamos con gusto anhelando llegar al término deseado y desde aquella altura contemplar la salida del sol.
Tras tan difícil subida, llegamos al punto conocido por la estancia de los ingleses. Compónese dicha estancia, de cuatro paredones de piedras que sirvieron en pasada época de morada a los curiosos observadores de la adelantada Albión. Hoy aquellas paredes ruinosas, sirven aún de refugio a los curiosos que visitan el alto monte y nosotros nos aprovechamos de ellas, dejando a su abrigo las caballerías.
Desde la estancia a la parte más alta del Teide, hay dos montañas compuestas de peñascos calcinados. Para subir aquellos vericuetos fue preciso a cada cual proveerse de su correspondiente lanza e ir saltando las volcánicas piedras, evitando deslizar el pie en las numerosas aberturas que dejan entre sí.
A la media hora de camino estábamos engolfados en un conjunto informe de rocas que cual un agitado y tempestuoso mar que en un instante se hubiera petrificado, ofrecíase a nuestras miradas. Veíamos a nuestro frente moles inmensas que habíamos de escalar para descender luego y seguir de este modo avanzando por la quebrada superficie de esta parte del Teide.
En este sitio no hay vereda alguna: una pérdida puede traer funestos resultados para el que se extravíe por la gran dificultad de poderlo encontrar; el enrarecimiento del aire y la estructura de la superficie matan la voz apenas sale de nuestros labios. Los guías marcaban su derrotero, por las figuras caprichosas de sombra que se dibujaban sobre el oscuro azul del cielo.
¡Siempre recordaré la imponente severidad de aquel paisaje singular!
Los rayos de la luna se perdían en aquellas escabrosidades; la luz blanquecina que iluminaba las rocas más elevadas, hacía más densa la oscuridad que las envolvía por completo en su bases; figuras fantásticas de piedra, se destacaban en aquellos dilatados horizontes; de un lado veíase inmensa mole que simulaba una de nuestras góticas catedrales con sus punteadas cúpulas y elevadas torres; más allá aparecía vastísimo castillo feudal con sus macizos torreones y numerosas almenas; y en todas direcciones mil figuras, como pirámides de incalculable altura o colosales estatuas, levantadas por el Artífice del Mundo, en un sitio en que no pueden ser destruidas por el hombre, a los genios que han hecho dar a la humanidad un paso en el camino del progreso. A veces creía hallarme en un país de la luna, viéndome rodeado de tanta aridez y de tanto silencio en aquellas soledades, como si no hubiera atmósfera que trajera una onda armoniosa a mi oído, sin ver una flor en que depositara el rocío sus lágrimas y su arrebol la blanca luna, sin percibir una mata desde donde el ruiseñor nos enviase sus amorosos ensueños.
Completamente rendidos de fatiga llegamos a la montaña que por su figura se denomina el pan de azúcar. Este era el ultimo esfuerzo que habíamos de hacer para hollar la frente augusta del coloso. Al efecto teníamos que marchar formando zig-zag, y procurando que las piedras y el casquijo que removían los que iban delante, no llegasen a nosotros, pues aquel terreno es sumamente movedizo y a medida que se apoya el pie en la pendiente, despréndense las piedras que la forman pudiendo causar graves daños a los que pasasen al par por sitios más bajos.
Después de muchos descansos y frecuentes libaciones, pudimos llegar a las cuatro y media de la mañana a la cima del Teide.
Un grito se escapó del pecho del primero que llegó a la altura; momentos después todos la coronábamos y era tanta nuestra alegría, que nos parecía mentira que venciendo dificultades y olvidando el cansancio hubiéramos llegado sin la menor novedad a aquel sitio.
Pero a poco, el frío se dejó sentir con gran intensidad; un aire sutilísimo nos calaba hasta los huesos, las mantas que llevábamos no bastaban a destruirlo, todos tiritando y dando diente con diente no podíamos articular palabra; el termómetro marcaba 0° y creímos no poder resistir tan extremada temperatura.
Más, allá por oriente se dibujaban ligeras bandas de ópalo y rosa, bellos ropajes en que se envolvía el sol naciente que nos había de traer con sus dorados rayos luz y calor al mismo tiempo que renacía en nosotros en contento y la actividad.
La Unión Lagunera - 02/03/1879 - IV
El silencio nos rodeaba por completo; a nuestros pies veíamos los valles y las cumbres envueltos en sombras que no se deshacían al suave contacto de los rayos vertidos por la pálida luna; sobre nosotros se extendía la bóveda celeste como magnífica cúpula de la creación, sembrada de luceros; y allá por oriente ligeros tules de oro y grana interceptaban la luz de las estrellas que por instantes se disipaba.
Nos hallábamos en una elevación respetable. Diversa altura han dado los autores a la cima del Teide, y desde el P. Feuillee hasta M. Berthelot en su "Histoire des Iles Canaires", todos se hallan en desacuerdo relativamente a este punto; nosotros estamos más conformes con la medida que consigna en su "Geografía Universal" Malte-Brun, según la cual resulta que el Teide se eleva a 3.710 metros sobre el nivel del mar.
Desde allí íbamos a contemplar la salida del sol.
La aurora, sonriente y bella, derramaba luz y encanto; el cielo se teñía de un azul más claro, y las aguas del mar disolvían en sus ondas las rosas que aquella arrojaba a su paso. Aureolas de luz indefinible y sólo comparables a las concebidas por los pintores cristianos para coronar a sus bienaventurados, aparecían en el horizonte como anunciando la majestad del astro del día.
Las aureolas de luz vaga que se dibujaron primeramente en la bóveda del cielo, fueron tomando diversos tonos fuertes de color, y tres arcos de purpúreo brillo se elevaron sobre las aguas que, como mágico espejo, los reflejaban temblorosas en su cerúleo seno.
Todos nos preparamos a contemplar el espectáculo más sublime de cuantos habíamos presenciado: iba a salir el sol.
Describir la aparición de aquel globo de fuego, saliendo de entre las aguas que se separaban para darle paso y que parecían moverse por él impulsadas, es cosa imposible de todo punto. Es preciso presenciar este espectáculo para poderlo comprender; yo no se lo que sentí contemplándolo; mi alma se arrodilló ante tales prodigios de la naturaleza, y uno de mis compañeros más queridos elevó al cielo, entusiasmado, una fervorosa plegaria.
Advertidos, dirigimos la mirada a nuestra espalda, y si sublime y deslumbrador era el espectáculo que presenciábamos, dulce y bello era el que ahora se ofrecía a nuestra vista. Dos islas, La Gomera y El Hierro, envueltas en sus mantos de violeta, apenas alumbradas por los destellos del sol naciente, parecían reposar en un lecho de plumas formado por las espumas del océano; el Teide proyectaba un cono de sombra inmenso que cubría todo el mar que nos separaba de La Gomera, extendiéndose además por esta isla y en la misma cúspide del cono aparecía la luna como un globo de alabastro que rodaba hacia el ocaso, envuelta en trasparentes gasas. En aquel instante recordé a Víctor Hugo: la luna tan pura y cándida, parecía una hostia consagrada que la naturaleza iba a encerrar en el grandioso sagrario de los mares.
FUENTES
- La Unión Lagunera - Jable - ULPGC
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