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domingo, 31 de diciembre de 2023

LOS QUE SUBIERON AL TEIDE - BERNARDO CÓLOGAN FALLON





Subida al Teide de Bernardo Cólogan Fallón con otros canarios, guías y arrieros el 8 de septiembre de 1799.

Documento original conservado en el Archivo Histórico Provincial de Santa Cruz de Tenerife, Fondo Zárate Cólogan, Signatura: 413/01.

* Transcripción del texto contenido en las 10 hojas del relato original


Viaje al Pico de Teide en Septiembre de 1799 y noticia de las varias curiosidades que ofrece

Entre las montañas elevadas que se encuentran en nuestro globo es de las más notables la que superando las altas cumbres de Tenerife, y digámoslo así, capitaneándolas con erguida y majestuosa cabeza, es conocida por el nombre de Pico de Teyde o de Tenerife, que cosa pues más natural que la de pararse la atención del viajero que aportare a esta isla en tan manifiesta mole y que luego anhele ir a contemplarla de cerca, animando la extrañeza, la tibia indiferencia de los moradores, los que hechos a la perspectiva de la alzada roca no se detienen mucho en admirarla, y que rodeados de riscos y montes que se la disputan unos a otros en elevación desmedida y espantosa estructura, tal vez solo la consideran como el punto más alto de la encumbrada patria. Efectivamente todo aquel que arribare a Tenerife debe previamente quedar suspenso al ver lo elevado de la tierra, habiendo pocas cuya vista sea más asombrosa y sobre todo cuando alcance a distinguir allá, envuelto en fajas de nubes y como desprendido de su bara el tremendo pico que las domina.

Estas circunstancias movieron la curiosidad de unos amigos que no habíamos subido, y se formó una expedición que salió del Puerto de la Orotava el 8 de septiembre a las 5 de la mañana. Se llevaban como es costumbre todas las provisiones necesarias para una caminata de dos días, que es lo menos que  se gasta en el viaje, pues una vez que se pasa la fuente que llaman de La Perdoma que estará ágora de legua y media del Puerto, ya no se encuentra sino un despoblado enteramente desprovisto de todo, hicimos alto en la citada fuente para tomar el agua que habíamos menester para nuestro viaje y dar de beber a nuestras bestias por la última vez hasta su regreso y mientras se refrescaban bajaron los jinetes a ver sus nacientes. Imagínese el lector un hueco profundo y casi semicircular en medio de una alta ladera, formado por riscos de singular tamaño que parecen servir de vallado a las tierras que lo dominan, como para impedir que no se descaminen y pierdan las apreciables gotas que de la hendidura de uno de ellos y reunidas forman un corto manantial de agua, pues tal es la nacientes de la fuente de La Perdoma. Ahora añadiré a la particularidad de este sitio el bellísimo ornato que lo realza de tantos árboles como la coronan. De aquellos frondosos castañeros, nogales, pinos y otros infinitos como en el centro, por los lados y por encima florecen á porfía, de los que unos crecen amontonados, otros parecen medios derribados por los vientos para prestar más sombra, estos destinados a conservar la frescura, aquellos a formar estancia de un sin fin de aves y pajarillos que alegran y animan el recinto, otros semejantes más bien a los adornos artificiales, los brotan los mismos riscos para mayor rareza de aquel paraje donde la naturaleza parece, digámoslo así, preñada de primores campestres y los produce en desorden porque su misma fecundidad y riqueza no le permiten coordinar sus partos; en fin considere el lector en este centro de curiosidades rurales, y si acaso es temible a sus bellezas, celebrará con migo la hermosura de esta fuente, cuya vista proporciona al caminante la ida al Pico, y que en cualquier país se contemplaría con gusto.

Contentos con nuestra visita a la Perdoma seguimos el viaje y a las nueve llegamos al monteverde, que es el último que se ve en nuestra cumbre; y pareciendonos propio para descanso nos apeamos y echados sobre aquel estrado campestre tomamos algún alimento, sin que en tan tosca mesa desmerecieran nuestros manjares.

Este monte es de los más bonito que hay de la especie en la isla. El verdor y frescura que allí se conserva, lo hacen sumamente grato. Pueblando particularmente el brezo, el helecho y el codeso, arbolitos que no por ser comunes dejan de tener su mérito pues el brezo es de los arbustos más pulidos y agradables a la vista por lo delicado y derecho de sus varitas y el verdor de sus ramas y el gracioso desatino con que está repartido el plantío y poblado el bosquecito, divierte ciertamente y como que consuela a la vuelta del pico, pues es lo último verde y florido que se encuentra en aquella larga caminata.

Al salir del monteverde entramos en caminos ásperos y en matorrales que por aquella parte sirven de umbrales al recinto ingrato que íbamos a recorrer, el calor ya era mucho, el agua apenas lo templaba, el termómetro de Fahrenheit había subido a 83 grados y estaba bien despejado el día, que ni una nubecilla nos prometía el consuelo de algún instante de sombra.

Luego después entramos en las Cañadas, especie de desierto que rodea la zona del Teyde, donde no se ve otro arbusto que la triste retama, donde el suelo no es otra cosa que un arenal de piedra pómez, variado con montecillos estériles y descarnados riscos donde solo se encuentran cabras, aves de rapiña y algunos conejos, en fin donde es insufrible el calor, cuando solo modera algún vientecillo, así como lo es el frío de noche, aún cuando no reina algún aire,

AL atravesar estas soledades y contemplar el viajero este yermo arábigo de Tenerife, no puede menos que asombrarse viendo el mucho espacio de la isla que está sin cultivo es inhabitable pues desde luego se puede decir que hay diez a doce leguas de despoblado alrededor del Teyde. Aunque se quieran aprovechar mucha parte de aquella cumbre y fertilizarla, serían  infinitas las dificultades, pues casi todo el año, es centro en que se descargan continuas turbonadas y aunque parezcan disputarse alternativamente su dominio las lluvias, el frío, el hielo y los vientos se cuentan varias desgracias acaecidas por estas causas, como que algunas personas han perecido por haberles cogido el cansancio en medio de aquellas soledades desprovistas de auxilios, porque tal es Tenerife, en sus peñas encierra una gran variedad de temperies y climas. Isla septentrional en sus montañas, isla meridional en sus costas.

Estas Canoas siguen hasta la misma estancia donde se apean los viajeros y toman el descanso necesario para emprender la subida al pico. Las bestias no pueden sino con mucha dificultad proseguir más allá; a dicha estancia llegamos a las tres y cuarto de la tarde y nuestras caballerías a las seis.

Antes de alcanzar este paraje no deja de ser curioso el ver el brazo de un volcán antiguo que cubre una de las faldas del pico, tanto más visible cuando es blancazo el lecho que recibió su negra lava, pero esto aún más el ver a sesenta hasta cien varas poco más o menos de este brazo inmensos peñascos desprendidos unos de otros y aislados, de los que algunos tienen al menos treinta varas de circunferencia y que debieron haber sido arrojados por la boca de aquel antiguo volcán, semejantes a las piedras encendidas que el de la montaña de Chahorra, (el de 1798) despedía con fuerza y asombrara a tan desmedida altura y que rodaban después del cerro abajo en busca de puerto donde igualmente pudieran algún día atracar para atención del curioso caminante.

Ni tardaron los compañeros en disponerse al reposo al que les convidaba el cansancio que experimentaban y más cuando después de un día de fuerte calor, en que había tenido el termómetro las alteraciones había bajado en la noche hasta los 48 grados que aunque no hubiera hecho frío en el Puerto, lo hacía en aquel despoblado, donde apenas los resguardaba un espaldar de lava y el fuego que es costumbre encender. A la una de la madrugada se emprendió la subida, llevando dos prácticos con hachas y algún restaurante para ayudar a no sufrir las penosidades de la empresa y estancar la sed; y no bien habíamos andado una hora de trecho cuando se apagó la lumbre y atolondrados los guías perdieron la senda que conduce hasta medio camino. Aquí principiaron los apuros y amarguras, `por que en este laberinto peor que el de Dédalo por lo fragoso y áspero de aquellos montones de piedra y peñascos echados desordenadamente en las faldas del Teyde, seguían más bien los prácticos por recuerdos que por sendas seguras y se puede decir que noruestean sin otra brújula que el reconocimiento de ciertas pases y riscos y de tal cual piedra levantada que para señal del camino han desplazado otros.

Extraviados pues y sin ayunar con la vereda más segura nos tendimos sobre riscos ávidos de fatiga y allí hubiéramos permanecido hasta el día, a no habernos obligado a andar el intenso frío que sentíamos, de suerte volviendo a ponernos en marcha por fin con el ejercicio lográbamos cobrar algún calor. Dimos con el camino y así continuamos poco a poco, alentados en medio de tanto tropiezo con nuestro empeño de subir a la decantada cima.

Pues hubiera dicho, si se hubiera hallado con nosotros aquel viajero que hablando de la subida al pico la pinto con senda deleitera llena de mil yerbas curiosas  y cuya risueña descripción se parece  tanto con su objeto, como que las que los antiguos poetas hacían de los campos elíseos se asemejaban a las del horroroso averno. Pues bien se hubieran parecido rosa, jazmines y alegres flores, aquellos tremendos peñascos hechos más bien para espantazgo de cuervos que para recreo de hombres, bien que no se cual daría mayor curiosidad hallar un monte volcánico matizado de esas producciones de los suelos más gratos y delicados a verlo con el horroroso adorno del fruto de los partos.

En la faena de buscar a tientas la ruta se pasó lo demás de la noche hasta que al romper el día se pudo acelerar el paso y llegar a contemplar una de las principales  curiosidades que ofrece el viaje, hablo de la cueva del Yelo.

Esta se halla sita al naciente y sobre un brazo del volcán y cosa de hora y media de camino de la misma cima del Pico en lo más eminente de las faldas, como que en el punto más elevado después de lo que llaman el Pan de Azúcar o Rapadura.

Al entrar por la boca que tendrá como dos o tres varas de ancho y otras tantas de largo y una por lo más angosto, lo presenta un frente que diez y seis a veinte varas de largo y de ocho a diez de alto tan igual y reforzado que más bien parece la cantería y trabajado por mano de buen artífice, que no petrificado y labrado por el tiempo. Desde los toscos umbrales de la puerta  no se llegan a describir los extremos de la cueva, pero si se logra la vista de un gran depósito de agua que está en el fondo, tanto más interesantes cuanto se hace más increíble como se puede estancar un líquido en un suelo tan agrio y desunido donde pareciera fácil su filtración. Tendrá este depósito tres o cuatro varas de hondura y es el agua tan limpia y cristalina que hasta la más pequeña piedra de su fondo se divisa. Lo que más admira es que la parte que está al naciente se hiela rara vez y la que está al sur y tiene cuatro a cinco varas en cuadro, la del norte que tendrá las mismas y la que mira al poniente con tres a tres y media se hielan frecuentemente, diferenciándose la consistencia del hielo con la estación del año en que se conserva. Al sur está un gran banco de nieve que podría ser carga para uno de los barcos de remo del tráfico de estas islas, curiosidad que transporta la imaginación del espectador a los climas y temperies más fríos. En esta cueva se oye estar cayendo continuamente un chorro de agua que solo se percibe bajando al interior y que debe destilarse, introducirse y quedarse en las concavidades de aquellos montes o  tal vez buscar salida muy distante porque en las inmediaciones no se ven rastros de humedad ni corre arroyo alguno que dé razón del paradero.

Hasta aquí habíamos llegado cuando iba rayando el día, bien que el extravío que se había padecido, el haberse apagado las hachas y los atrasos subsequentes a estas dos fatales circunstancias, todo ello había impedido de alcanzar la cima misma con la noche, para gozar del romper del día desde aquella altura, pues los viajeros que suelen subir al pico procuran principalmente estar arriba a buena hora de modo a lograr esta interesante vista, y la hubiéramos igualmente disfrutado nosotros a no haber ido meramente atenidos a las hachas cuando los demás generalmente escogen noche en que la luna los guíe, circunstancia que se debe recomendar a todos los que intentaren este viaje.

En fin, gozose de aquí al amanecer; el día fue poco a poco rompiendo el oscuro velo y manifestando la diversidad de objetos. Los campos, los pueblos, los montes y hasta algunas islas. Canaria pareció estar a tiro de cañón, viose Lanzarote confusamente envuelta en nubes, el horizonte se fue descurallando insemiblemente  al paso que la vista se hermoscaba fue perspectiva para un amante de la naturaleza, que gozo tan deleitable experimenta, como se enajena, de donde puede disfrutar mejor el nacer del día, el albor de la mañana, de donde logrará percibir más pronto el primer destello de luz, el primer rayo del sol, de qué punto tendrá mejor el indecible placer de ver aquel astro radiante  y benéfico salir a iluminar y fecundar la tierra. Allí cuál curioso observador colocado en elevada torre de donde la vista impera en un oriente dilatado, allí cual vigía en un puerto de donde todo lo examina, considera atento el variado cuadro de las cosas inferiores las ve reanimarse con la luz del día, avivarse el colorido con la del sol, expresar su respectivo destino y existir realmente. De allí cual artista inteligente en los primores de la pintura contempla el dechado de ella, que es sin duda alguna el hermoso cuadro que le presenta la naturaleza y juzga y admira atónito sus valientes pinceladas.

De tan deliciosas vistas disfrutábamos al efectuar la última jornada de la subida al pico. Habíamos visto salir el día a las cuatro y el sol a las cinco poco más o  menos y de la cueva al Pan de Azúcar hay más de una hora de camino y no es de lo más ameno, pues la subida es una pendiente y como ya están los cuerpos cansados con lo que anteriormente se ha andado, parece este último trecho dos  veces más escabroso y arduo de lo que es. Por fin a las siete en punto se alcanzó lo alto de la cima; la más vista igual se había presentado a los ojos de nuestros viajeros. Nos creímos transportados a regiones muy distantes de la tierra, por una parte el sol que con majestuoso y osado andar había comenzado su carrera y que ya calentaba tanto que había subido el termómetro a los 72 grados; por la otra parte la vista se cuadro a cinco islas que todas manifestaban sus cabezas por encima de montones de nubes que las cercan y que sin embargo de su elevación eran pigmeos alrededor de un gigante; la perspectiva de todo Tenerife, cuyos varios lugares se divisaban y cuyos montes eminencias y cerros ya estaban anivelados y allanados, el dilatadísimo horizonte que el mar presentaba no muy inmediato a nuestros pies, que lo mirábamos como que parecía que una caída de aquella altura no fuese dable pararla sino en las misma olas, luego las nubes que ya se formaban en grupos y cercaban y cubrían una parte del cuadro ya se levantaban del mar, atravesaban por sobre un valle, lo obscurecían por algunos instantes y veloces acudían a un monte donde las unas se estrechaban y desvanecían , las otras lo envolvían y se perdían en sus varios contornos y los distintos colores de este ameno y asombroso cuadro, lo azulento del mar, lo verde y florido de los valles, lo dorado de los cegales, lo tostado de los cercados en que se habían cogido las nieves y otros frutos, lo negro de los riscos y la blanca espuma de las olas que se deshacían contra ellos, en fin mil otros temples  y colores que hermozaban tan singular vista, todo esto junto era muy capaz de producir en el espíritu más insensible e indiferente a estas bellezas, las más deleitosas sensaciones. Pero no pudimos gozar largo tiempo porque lo picante del sol y el olor de azufre que se sentía, incomodaban ya tanto, que tratamos de bajar de aquella cima, en que habíamos permanecido un cuarto de hora.

El Pico viene a ser una cordillera casi redonda de riscos puntiagudos con una especie de hueco en el medio que llaman la caldera. De esta sale el vapor de azufre cuyo ligero humo es tan perceptible como su olor; allí recogimos varias piedras a que estaba pegado otro mineral cristalizado. El suelo de la caldera es de piedra sumamente floja, sobre la que no es muy seguro el piso  pues habiendo uno de los compañeros hecho uso de su palo para andar sobre ella, se le enterró más de media vara y salió humeando del azufre.

 Luego después bajamos, llegamos a la estancia a las nueve poco más o menos, y después de haber descansado algún rato seguimos nuestra caminata alcanzando la Perdoma a las dos de la tarde, y a las cinco estábamos en el Puerto.

Es de advertir  que hay dos puntos donde hacen alto los viajes: el uno lo denominan la Estancia y el otro la Estancia de Los Ingleses, esta se halla a cosa de media hora de distancia de la otra y los que desean ejecutar la subida al pico con más descanso deben más bien hacer noche en la última.

No es fácil figurarse los gustos que proporciona este viaje, es cierto que se pasan muchas incomodidades y que no todos pueden emprender lo último de la jornada, pero los verdaderos curiosos deben ir a ver de cerca aquella espantosa mole, aquel antro ciclópeo en cuyas entrañas no lidia menos el terrible vulcano que en las del Etna y del Hecla, pues allí sin duda parece formarse y concentrarse el fogal de las diversas materias y combustibles que en varios tiempos han producido los volcanes de esta isla, todo lo confirma los brazos de lava y peñascos amontonados dimanan de aquella altura siguen la declive y denotan su origen y aún se ve que los más han reventado por su faldas y montes adyacentes. deben repítolo ir a contemplar el triste desierto en que se halla colocado este prodigioso monte, donde la naturaleza parece haber querido ostentar asombrosos horrores, así como en otras partes ostenta risueñas bellezas y donde más la curiosidad singular de Tenerife así como tienen las suyas otros paisajes más favorecidos, visítelo sobre todo el naturalista y hallará otras muchas particularidades que me han escapado por no tener los conocimientos necesarios para discernir ni pluma capaz de pintarlos.

Bernardo Cologan Fallon

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