NOTA: en muchas publicaciones se dice que fue en 1883, pero es un error que se verifica fácilmente en los artículos siguientes.
"… No recuerdo hasta hoy expedición arriesgada como la que íbamos á emprender...
… A las cuatro del día 8 de Agosto de 1880...
… El Sr. Fumagalli, propietario del hotel de su nombre, nos tenía ya preparados todos los pertrechos
bucólicos y las cabalgaduras necesarias para la ascensión...
… A las ocho de la mañana del siguiente, 20 cabalgaduras con sus mozos á pie, y el guía Ignacio formaban delante del hotel el cuadro más pintoresco que imaginarse pueda, por la diversidad de trajes y la animación de nuestra comitiva..."
"A las 8 de la mañana del siguiente día, 20 cabalgaduras con sus mozos de a pie y el guia Ignacio, formaban delante de hotel el cuadro más pintoresco que imaginarse pueda por la diversidad de nuestros trajes y la animación de la comitiva."
- La Ilustración de la mujer - Año II - Número 20 - 15/03/1884
- La Ilustración de la mujer - Año II - Número 21 - 01/04/1884
- La Ilustración de la mujer - Año II - Número 23 - 01/05/1884
DESEANDO conocer las Canarias, al emprender mi segundo viaje a América, me detuve en dichas islas, visitando primeramente la de Tenerife.A cuarenta leguas de distancia se divisa el majestuoso volcán del Teide, conocido vulgarmente por el Pico de Tenerife, y su blanca cúspide sirve de guía a los navegantes que desde Europa y África se dirigen a las Américas.Después de haber visitado las bellezas que la naturaleza vertió a manos llenas en esa isla privilegiada, de la cual me propongo hacer una reseña minuciosa, quise subir a la cúspide del majestuoso volcán.Se me demostraron las grandes dificultades que ofrecen ascensiones de esta especie, pero nada enfrió mi deseo, y mis amigos, que deseaban acompañarme, se apresuraron a vencer todos los obstáculos y preparar las atenciones necesarias. En tres días, trajes, calzado y demás aprestos nos permitieron emprender el viaje, dirigiéndonos a la villa de la Orotava, que dista tres leguas de Santa Cruz.No recuerdo que hasta hoy expediciones arriesgadas como la que íbamos a emprender hayan sido tratadas artísticamente.Citas se han dado en aquellas alturas los principales sabios del mundo para estudiar la formación geológica de sus terrenos, sus piedras, sus cristalizaciones y sus vapores sulfurosos... Pero como yo no tengo la pretensión de ser una máquina de hipótesis y teorías, una biblioteca científica ni un botánico consumado, diré de la manera en que subimos, cómo fueron mis impresiones al encontrarme sobre el colosal Pico, y si bien la ciencia nada ganará con mi descripción, los amigos que lean este relato sonreirán alguna que otra vez, considerando los esfuerzos de mi cabeza catalana para llegar a la cima del volcán, y conociendo los diferentes episodios a que esto dió lugar.Me parece oportuno, antes de empezar la relación de nuestro viaje, dar una idea de quiénes eran mis compañeros de expedición.D. Nicolás Salas, uno de los caballeros más respetables de Tenerife, comerciante acaudalado y esposo de la andaluza más linda y graciosa que crió Cádiz, obtuvo el título de presidente de la caravana.D. José Benedicto, contador de marina, artista de corazón y de hecho, andaluz enamorado y formándose ilusiones sobre el discurso que preparaba para el momento de saludar a España desde la cumbre del Teide, a quien se nombró director artístico.D. Patricio Estebaranz, escritor distinguido, y novio de todas las niñas de la isla, con el cargo de cronista de la expedición.D. Manuel Quintero, caballero apreciabilísimo, nos hizo de secretario.D. Juan García y Llarena, hijo de una de las primeras familias de la Orotava, jóven abogado y buen jinete, fue nombrado mi escudero.D. Bernardino Valle, director de la orquesta de la Sociedad Filarmónica de Gran Canaria, joven de gran talento musical pero sin práctica en el manejo de caballo ni rocín, tuvo a su cargo la dirección del coro que en acción de gracias teníamos que cantar a la salida del sol, sentados en la peña más alta del Teide.D. Ignacio Díaz, joven elegante y distinguido, hijo de Gran Canaria, fue nuestro tesorero.D. Urbano Cabrera, hijo también de Gran Canaria, poeta por naturaleza y estudio, recibió el título de orador sagrado.Y mi mama el de cocinera y repostera de la caravana.A las cuatro del día 2 de agosto de 1880, el Capitán General D. Valeriano Weyler y su angelical esposa mi amiga Teresa, nos tenían preparada una comida exquisita exquisita como bálsamo para la fatigosa expedición y a las ocho de la noche, D. Nicolás Salas vino á buscarnos en su elegante dokar, tirado por briosos caballos, y a escape tomamos el camino de la Orotava, punto de reunión de los expedicionarios.El Sr. Fumagalli, propietario del hotel de su nombre, nos tenía ya preparados todos los pertrechos bucólicos y las cabalgaduras necesarias para la ascensión, pues realmente desde ese delicioso valle, patria de D. Juan y D. Tomás de Iriarte, es de donde se levanta el gigantesco Pico.
A las ocho de la mañana del siguiente día, 20 cabalgaduras con sus mozos a pie, y el guía Ignacio, formaban delante del hotel el cuadro más pintoresco que imaginarse pueda, por la diversidad de trajes y la animación de nuestra comitiva.
Precavidos contra los ardorosos rayos del sol que, no teniendo consideración a la frescura de nuestra tez, nos herían desde el horizonte sin que velo alguno nos defendiera, que tan benéficos nos hubieran sido, y contrastando con el riguroso frío que habíamos de pasar en la siguiente noche, la caravana se puso en marcha con Ignacio de vanguardia.
Por camino torcido y pedregoso llegamos al pie del monte de los castaños, y confesaré que jamás espectáculo más grandioso se presentó a mi vista. Cuantas maravillas ostenta la naturaleza, las vi allí reunidas; árboles de todos los climas, flores de perfumado aroma, plantas cuyas largas hojas ocultaban los plateados hijos de pequeños arroyos que refrescaban una sin igual vegetación. Pájaros de mil colores producían con sus trinos y cadencias, en el valle, la armonía divina de la naturaleza, y bien se puede asegurar que estaba Homero en lo cierto cuando dijo que la mansión de los buenos, en los fabulosos Campos Elíseos, se hallaba situada en el valle de la Orotava. Laureles. castaños, mirtos, hiedras, gramas y abrezos se reunían en amigable consorcio, formando bóvedas deliciosas y alfombras de ricos colores que con dolor veía holladas por mi brioso alazán.
Serían las once cuando llegamos a la estancia llamada “Pino del Dornajito”, a 1.040 pies sobre el nivel del mar y desde donde se descubren las altísimas montañas que sirven de pedestal al Teide, cubiertas de elevadísimos árboles y entre ellos el Drago, gigantesco anciano de la Isla, que es considerado entre los seres vegetales como el que más vive.
Siguiendo nuestro camino, a través de escarpadas rocas, bien entonando baladas catalanas de mi amigo Guañabens, bien cantos árabes que en mal hora llaman hoy flamencos, por haber desvirtuado su origen, triste y melancólico, malos tañedores de guitarra que sin orden ni compás destrozan esas melodías soñadoras, llegamos a la región de los helechos, en donde vi una inmensa variedad de plantas de esta familia, ya confundiendo sus verdes hojas con los castaños, ya raquíticas y rastreras al dejar las zonas vegetales para entrar en el monte de lava en donde desaparece por completo la vida vegetal. En esta zona, a mayor altura que las nubes, estas, amontonadas a nuestros pies, nos ocultaron el valle, la isla toda, y sólo descubríamos el pico del volcán. que parecía alejarse más, cuanto más a él nos acercábamos.
El polvo que levantaban nuestras caballerías al hundirse en la piedra pómez de que está formado el terreno, nos hacía difícil la respiración, siendo necesario refrescarnos a menudo con frutas y bebidas que nos ofrecían los mozos.
En este soto crecen retamas de ocho y hasta diez pies de altura, así como el tagasaste, arbusto que debiera aclimatarse en España. Al terminar esta inmensa llanura llegamos al pie del monte llamado “Montón de trigo”, en atención a su figura y a su piedra pómez menudísima. Enormes peñascos de mineral de hierro, sonoros al golpe de nuestras lanzas, arrojados por erupciones antiquísimas y esparcidos de trecho en trecho, quitan la monotonía a ese llano ceniciento.
A las seis de la tarde nos detuvimos en la Estancia de los ingleses, en cuyo punto se hace alto bajo una gruta formada por rocas colosales. Fiambres, frutas, conservas, todo esto rociado con vinos dulces y espumosos, a falta de agua que no debíamos encontrar hasta la gruta del hielo, fue nuestra opípara comida.
Una hora después el guía nos hizo abandonar el descanso y emprender de nuevo la peligrosa ascensión en medio de un silencio sepulcral por un terreno árido y resbaladizo en forma de zigzag que el instinto de las caballerías que montábamos supo vencer, y al cabo de tres horas mortales, cogidos siempre de las crines de los caballos, nuestras cabezas sobre las suyas, cerrados los ojos sin tener valor para dirigir la vista al camino por temor al vértigo, llegamos rendidos de cansancio, helados de frío y muertos de hambre a la plazoleta llamada “Alta Villa”.
Nuestros guías encendieron teas, descargaron las caballerías, mientras Salas, Quintero, Díaz y Benedicto colocaban mantas a la altura de un metro, sostenidas por nuestras lanzas, y bajo aquella fantástica tienda de campaña, envuelta en el humo nauseabundo de la resina, tratamos descansar.
Mamá como cocinera nos hizo un arroz con pollo tan exquisito que puso en evidencia sus altos conocimientos en el arte culinario, pero nuestra fatiga era tan grande, el mareo producido por la atmósfera tan elevada nos daba tal malestar, que sólo deseábamos reposo. La regia comida preparada para ese momento fue saboreada por los mozos de a pie, que acostumbrados a aquellas fatigas ni compasión nos tenían.
Jamás caverna de ladrones pudo parecerse a la nuestra: sucios, fatigados, echados en el suelo, envuelto cada uno en su abrigo y en mantas que por precaución al frío los mozos habían traído, la luz de las hogueras, las risas y canciones de aquellos y el relincho de los caballos, formaban un cuadro digno de ser descrito por nuestro cronista.
A las dos de la madrugada nos anunció Ignacio que debíamos levantar el campo y proseguir nuestra subida. Mamá no pudo continuar, Quintero tampoco, ambos atacados de vértigos continuos; los demás, empuñando nuestras lanzas y nuestro valor a dos manos, emprendimos la marcha a pie, con el estómago caliente con buen caldo y mejor vino, atravesando unos terrenos que con justicia los indígenas llaman “Mal País”, compuestos de fragmentos de materias arrojadas por el volcán en forma de grandes rocas movedizas. La oscuridad de la noche y la violencia del viento norte, nos exponía a cada momento a los mayores peligros. Grietas profundas, peñascos altísimos nos obstruían el camino, y nuestras lanzas se hundían a menudo entre las rajas del terreno, quedándonos hundidos sobre horribles precipicios, y debo confesar que si salvé tanto peligro lo debo a Juan García que me sostenía y animaba con exposición de su vida.
Salas soplaba como el Dios de las tempestades; Cabrera dirigía la vista al cielo pidiendo inspiración para el brindis que desde lo alto del Teide tenía que dirigirnos e inmortalizarle, inseparable de su paraguas siempre abierto, precaviéndole de la humedad de la noche como de los rayos de sol.
Estébanez, caviloso, formaba planes para organizar una república modelo que uniese a todos los hombres con lazo fraternal.
Díaz acariciaba las cuentas de su rosario, y mi buen amigo Valles desapareció en un precipicio, temiendo todos, por momento, que se quedaba sin su querido director la sociedad filarmónica de Gran Canaria.
Dos horas larguísimas pasamos para atravesar ese “Mal País”, que termina en La Rambleta, desde donde se alza el pan de azúcar o el cono del volcán.
La subida aún más dolorosa era la que nos quedaba por vencer, compuesta de cenizas y escoria de lava, tan menuda y resbaladiza, que en cada paso que adelantábamos nos escurríamos y hundíamos hasta la rodilla. Por fin a las seis de la mañana llegamos a la cúspide del Teide.
El frío era intenso, el viento soplaba con tal violencia que, a no tenernos todos cogidos de la mano, es probable hubiéramos rodado por algún despeñadero. Estábamos a 3.760 metros 60 centímetros sobre el nivel del mar, descubriendo nuestra vista hasta 250 leguas de horizonte. Las islas Gran Canaria Fuerte Ventura y Lanzarote por un lado, las del Hierro, la Gomera y la Palma por el opuesto, señalándome los guías la de San Balandrán, que su imaginación creía distinguir.
La cima del Pico forma un muro circular; a él subimos y colocados sobre su piedra más alta dirigimos una plegaria a Dios dándole gracias por haber llegado sin accidente, y destapando unas botellas de espumoso Champagne, brindamos por nuestra querida España, por nuestras familias, por nuestros amigos y por nuestro feliz regreso a la Orotava.
Cabrera sacó un papel y con voz solemne y sonora, me dedicó un brindis improvisado durante las veinticuatro horas que había durado su silencio.
Estébanez, rendido de fatiga, descansó sobre unas lavas, que sólo abandonó al sentir las ardientes caricias de uno de los respiraderos del volcán, sobre el cual se había sentado y que suavemente le había quemado el traje.
Todos buscaban cristalizaciones para ofrecerme y llamaban mi atención, ya señalándome la isla de San Balandrán, que en su fantasía descubrían, o la gran caldera de Las Palmas, molde exacto del volcán donde nos encontrábamos.
Yo me senté sobre una roca de cara a España; las estrellas aún brillaban veladas ya por los nacientes rayos del sol; este astro majestuoso salía con lento paso y a mis pies se formaban copos de blanquísimo algodón que por momentos me ocultaban el inmenso horizonte, las islas y la base de la montaña. ¡Grandioso espectáculo que solo pueden describir plumas como la de Castelar o poetas como Balaguer y Zorrilla!
Mi ancho sombrero me preservaba de los rayos del sol, mis pies vacilaban sobre el abismo, mil ideas cruzaban por mi imaginación alentada por el majestuoso silencio que nos rodeaba.
Mis ojos se velaron y soñé. Recordé mis viajes triunfales por Europa y América, vi flores y laureles ofrecidos por poetas y trovadores y pueblos que aclamándome me tendían las manos para que deslizándome sobre las nubes abordase a sus playas cariñosas….. Desperté a los cantos de mis compañeros que dedicaban a la patria y al amor, a la felicidad y al dinero… Recogí mi espíritu y pedí a Dios un retiro solitario, un nido oculto en la cumbre de una montaña, lejos de la envidia y a intriga, de la calumnia y la hipocresía, pulsando mi arpa sólo para Dios.
Mis compañeros de viaje, como decía, al despertarme me enseñaron diferentes cristalizaciones que habían arrancado de las grietas del cráter; para llegar a él, tuve que vencer las enormes rocas que en forma de murallas coronan el Teyde, y por unas cortadas a pico descendimos al fondo de la caldera. Por diferentes aberturas salían vapores acuosos produciendo un ruido extraño y un olor sulfuroso. Según la opinión de varios sabios que han visitado el Teyde, el volcán por su centro ha permanecido muchos años en inacción y las erupciones tenían lugar por sus costados.
En algunas grietas arrancamos cristalizaciones de sulfato de sosa y amoníaco, así como azufre cristalizado y diáfano en su superficie, y otros minerales que no me permito analizar. Imposible nos era estar mucho tiempo en un mismo sitio, por el ardor que salía del suelo.
El guía nos hizo observar que debíamos emprender la marcha, por lo avanzado de la hora y el calor insoportable que nos enviaba el astro del día.
Dirigí mi vista por última vez a esa inmensidad, a esas nubes que en forma de montañas de nieve se mecían a mis pies, y agitando un pañuelo lancé un beso a mi querida patria.
Benedicto y García me cogieron del brazos y nos dejamos arrastrar por las cenizas volcánicas, bajando en poco minutos el terreno que habíamos tardado dos horas en subir; verdad es que dejamos en recuerdo parte de nuestro calzado y de la túnica de mi vestido.
Uno de mis grandes deseos al subir al volcán era visitar la gruta del Hielo, que se encuentra a 3.456 metros sobre el nivel del mar y al pie del Pan de Azúcar, y confieso que a pesar de haberla visitado, no me explico como en ese conjunto de piedras volcánicas, entre grietas sin fondo, existe una gruta de 5 metros de altura y de longitud desconocida, como rodeada de filtraciones sulfurosas y donde emanan bocanadas de humo ardiente, se encuentre una corriente de agua sobre un depósito de hielo.
Enormes carámbanos penden del techo de la gruta, y de su suelo completamente terso se eleva en un extremo una masa de hielo de unos 3 metros de altura con todas las formas de un obispo: traje talar, manto, mitra y báculo.
A muchas suposiciones y leyendas da lugar esa gruta de hielo rodeada de fuego, en cuyo centro se agita una cantidad de agua, ignorándose de dónde viene y a dónde va, y hoy mi curiosidad, más avivada que en aquel momento, me hace desear hacer otra vez esa excursión, para ver de averiguar lo que hay de positivo sobre su dimensión, aunque fuese llegar a lo más profundo del volcán, y quizá en esta investigación encontrase un camino recto o torcido para llegar a la caldera central y ver los potajes que allí se cocinan.
A las diez regresamos a “Alta Vista”, en donde mi querida madre, sumamente inquieta nos tenía preparado un opíparo almuerzo y cuidaba del pobre Quintero, que más muerto que vivo deseaba el momento de llegar a la Orotava.
Nuestro cansancio era tal, que sólo anhelábamos el santo suelo para descansar de tanta fatiga, y así olvidamos en un apacible sueño las horas que transcurrieron, desoyendo los consejos de nuestro guía, que nos instaba para marchar.
A las tres emprendimos a pie la horrible bajada que tantos vértigos nos había causado al subir.
Estábamos a las diez de la noche en la región de los laureles, en la más completa oscuridad, pues la luna creciendo no había tenido a bien enseñarnos un hilo plateado de su brillante cabellera, envueltos en una densa nube durante tres horas que nos hizo muy peligrosa la situación, y a no ser por la voz de Valle que en gritos lastimosos decía: “¡que me paren la mula! ¡que me paren la mula!", y la estentórea de Salas que de lejos gritaba: “vuélvela para acá: tira la brida!", a lo que replicaba moribunda y medrosa la del pobre Bernardino: “¡si no puedo! ¡si no sé!”, es probable que nos hubiésemos perdido entre la niebla.
Más lejos mi pobre madre, sostenida por dos guías, pedía un carruaje por todo el oro del mundo, o un momento de descanso, lo que el guía no se dignó conceder para aprovechar un cuarto de luna que debía alumbrarnos al atravesar el bosque verde…..
Dos horas antes de llegar a Realejos fue necesario que García a escape fuera a buscar un sillón con hombres de carga, y así sólo mamá pudo llegar al pueblo, y de allí a Orotava.
A bordo del Pampa, 19 de agosto.
Como a una amiga querida, yo te saludo, “Teide”, y te doy gracias desde lo más hondo de mi corazón, por haber sido el móvil que me trajo a esas Islas, en las que he conocido, y con tanto dolor me separo, amigos sinceros y leales que llenarán de orgullo mi carrera artística. Largo sería enumerar a cuantas personas se han desvelado para serme útiles, ya enseñándome las bellezas que encierran sus pueblos y campiñas, como preparándome laureles que, aunque inmerecidos, recojo con tanto placer, y los que a bordo del vapor estrechaban la mano de mi querida madre y la mía, reciban el último adiós que desde la nave les envía
Esmeralda Cervantes
- La Ilustración de la mujer - Biblioteca virtual de prensa histórica - Ministerio de Cultura
- Jable: El Memorandum.
- Con la Colaboración de Agustín Miranda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios están sujetos a moderación.